Fernando Valenzuela, uno de los iconos más emblemáticos de la historia del béisbol mexicano, construyó su carrera sobre una actitud que se podría resumir en una sola frase: “El que nada sabe, nada teme.” Este principio fue el secreto detrás del éxito de este talentoso lanzador que, con apenas 18 años y sin mucha familiaridad con el mundo del béisbol profesional, se enfrentó a algunos de los mejores jugadores de su época sin miedo ni complejos.

Nacido en el pequeño ejido de Etchohuaquila, en Sonora, México, Fernando creció en un ambiente rural alejado del bullicio de las grandes ligas. A sus 18 años, jugaba para los Leones de Yucatán en la Liga Mexicana de Béisbol, donde ganaba unos modestos 800 pesos al mes. Aunque su salario era modesto, Valenzuela estaba completamente satisfecho y feliz, disfrutando cada partido y creciendo en el deporte que amaba. Para entonces, también estaba enamorado de Linda, una joven yucateca que más adelante se convertiría en su esposa.

En 1979, durante un juego de la Liga Mexicana de Verano, Fernando tuvo la oportunidad de enfrentarse a Héctor Espino, una leyenda del béisbol mexicano conocido por su habilidad y destreza en el bateo. Valenzuela, con su estilo característico y su actitud despreocupada, entró al campo sin saber realmente quién era Espino ni su renombre. Durante el partido, lanzó con fuerza y confianza, logrando ponchar a Espino sin mayores problemas. Tras el encuentro, su entrenador Bulmaro García lo felicitó por haber dominado a un bateador tan peligroso, a lo que Fernando, en su desconcertante inocencia, preguntó simplemente: “¿Y ese ‘maestro’ quién es?” García, sorprendido, le respondió: “Es Héctor Espino.” Sin saberlo, Fernando había logrado lo que muchos lanzadores temían y respetaban: había dejado fuera de juego a una de las leyendas vivientes del béisbol en México.

Esta falta de conocimiento sobre las figuras icónicas del deporte fue lo que, en cierto modo, protegió a Valenzuela del peso y la presión de enfrentarse a nombres tan grandes. Su mentalidad no se dejaba intimidar por las hazañas de sus rivales; para él, eran simplemente jugadores más que debía enfrentar. Esta forma de ver el juego le permitió manejar cada situación en el momento presente, sin sobrepensar ni preocuparse por la fama de sus oponentes. La habilidad de Fernando para vivir el instante, centrado solo en lanzar la mejor bola posible, le permitió controlar el juego y enfrentarse a figuras temibles como Mike Schmidt, Pete Rose, Andre Dawson, Willie Stargell y Ken Griffey sin vacilar.

En 1980, Valenzuela fue llevado a los Estados Unidos para jugar en las ligas mayores. Aún sin dominar el idioma inglés y sin conocer los nombres resonantes de sus contrincantes, Fernando se desenvolvía en el campo con la misma calma de siempre. Al finalizar esa temporada, había jugado en 18 partidos sin permitir una sola carrera, un récord que comenzaba a darle notoriedad en los Estados Unidos. Sin embargo, la fama y los elogios que comenzaban a rodearlo no afectaban su actitud ni cambiaban su esencia. Continuaba siendo el joven humilde y apasionado por el béisbol, y su enfoque seguía siendo disfrutar del juego, sin importar quién estuviera del otro lado.

Fue en 1981 cuando Fernando Valenzuela se convirtió en un fenómeno internacional. En su temporada de novato con los Dodgers de Los Ángeles, su estilo de lanzar con los ojos hacia el cielo y su peculiar habilidad para sorprender a los bateadores lo llevaron a la cima. Su humildad y sencillez se mantenían intactas; seguía siendo el chico sencillo enamorado de Linda, su novia yucateca, con quien se casó tan pronto como pudo. Y aunque su vida profesional estaba alcanzando niveles impresionantes, llegando a ser uno de los primeros lanzadores en ganar un millón de dólares en una temporada, él no permitía que el dinero o la fama modificaran su personalidad ni su estilo de vida.

La “Fernandomanía,” como la llamaron los medios, desató una fiebre en Los Ángeles y en toda la comunidad latina de Estados Unidos. Miles de aficionados acudían a los estadios para ver a este joven mexicano que, con su carisma y talento, había conquistado sus corazones. Sin embargo, mientras muchos se preguntaban cómo podía un joven de un ejido remoto de México enfrentar a los mejores bateadores de la liga sin titubear, la respuesta era simple para Fernando: no sabía quiénes eran. Él no veía a superestrellas ni a leyendas; para él, eran simplemente hombres con diferentes complexiones y estilos, algunos rubios, otros de piel morena, algunos calvos, otros con cabello desordenado, hablando en un idioma que él no comprendía.

A medida que pasaban los años, Fernando continuó enfrentándose a los grandes nombres del béisbol sin prestarles mayor atención. Incluso, en una ocasión, un comentarista mencionó que no recordaba el primer jonrón que recibió en su carrera, que fue a manos de Chris Speier, un jugador de los Expos de Montreal, ya que esos recuerdos parecían disolverse en la niebla del tiempo para él. La grandeza de Valenzuela no radicaba solo en su habilidad para lanzar, sino en su capacidad para mantenerse fiel a sí mismo y no dejar que las circunstancias o las presiones externas alteraran su enfoque en el juego.

La historia de Fernando Valenzuela es un ejemplo de cómo el enfoque, la humildad y la pasión por lo que se hace pueden ser las claves para alcanzar el éxito sin perder la esencia. Para él, el secreto estaba en la simplicidad: no temía a los nombres ni a las leyendas, porque no les daba importancia. Su único objetivo era disfrutar el béisbol, enfrentar cada lanzamiento con determinación y dar lo mejor de sí en cada partido. Y con esa filosofía, Fernando Valenzuela no solo se convirtió en un ídolo del béisbol, sino en un héroe para todos aquellos que alguna vez han soñado con triunfar, demostrando que la grandeza no se mide por el miedo a los rivales, sino por la autenticidad y el amor al juego.