Ángela Aguilar estaba en su habitación, sentada frente al tocador, contemplando su reflejo en el espejo. Era una de esas noches en las que el aire pesaba, donde las emociones se acumulaban en su pecho como una tormenta inminente. La noticia que había recibido horas antes la había dejado devastada. Sus manos temblaban levemente mientras sostenía su cepillo, peinando su cabello oscuro con movimientos automáticos. A lo lejos, podía escuchar el susurro lejano de la música que provenía del salón de su casa, donde su familia solía reunirse. Sin embargo, esa noche, el ambiente familiar se sentía roto, fragmentado por una verdad inesperada que ella no estaba dispuesta a aceptar.

Cristian Nodal, su pareja, estaba en la casa, pero la distancia entre ellos parecía más grande que nunca. Desde que comenzaron su relación, Ángela había pensado que había encontrado algo especial, algo único en medio del caótico mundo del espectáculo en el que ambos vivían. Pero ahora, todo eso se sentía como una ilusión. La razón: rumores de coqueteo con otra cantante, nada más y nada menos que Cazzu. Las primeras señales de alarma habían surgido semanas atrás: mensajes de texto más fríos, salidas no planeadas, excusas que ya no parecían tan convincentes. Ángela había intentado ignorarlo, convencerse de que todo estaba bien, pero los rumores habían llegado a sus oídos. Finalmente, hoy, la confirmación le había dado una bofetada que no estaba preparada para recibir. Cristian había estado coqueteando con Cazzu en una fiesta, según le contaron sus amigos cercanos. Al principio se rehusó a creerlo, pensando que eran simples chismes, pero todo cambió cuando las fotos comenzaron a circular. No había manera de negar lo que sus propios ojos veían: las miradas, las sonrisas, los gestos cariñosos que compartían. Ángela sintió que el suelo bajo sus pies se desmoronaba.

La puerta de la habitación se abrió lentamente y Cristian entró, con una expresión que intentaba ocultar su incomodidad. Él sabía que algo estaba mal, lo había notado en la forma en que Ángela lo había evitado durante todo el día, en cómo su tono de voz era frío, distante, casi cortante. Pero hasta ese momento no se había atrevido a preguntarle directamente. Ángela se acercó con cautela y, en un tono bajo, preguntó: “¿Podemos hablar?” No respondió de inmediato; en lugar de eso, continuó peinándose, como si ese simple acto pudiera brindarle algo de control sobre una situación que claramente se le estaba escapando de las manos. El silencio se hizo pesado y Cristian suspiró, acercándose un poco más.

“¿Qué te pasa?” insistió. “Has estado rara todo el día.” Ángela soltó el cepillo de golpe, y el sonido de este golpeando el mármol del tocador resonó en la habitación. Finalmente, se giró para enfrentarlo, su mirada ardía de una furia contenida que Cristian no esperaba ver. Él dio un paso atrás, sorprendido. “¿Qué me pasa?” repitió ella, casi en un susurro, antes de subir el tono. “¿Realmente tienes el descaro de preguntarme eso?” Cristian parpadeó, desconcertado. No esperaba esa reacción. Sabía que algo estaba mal, pero no tenía idea de hasta qué punto.

“No sé de qué estás hablando,” respondió, intentando sonar calmado. “Si hay algo que te molesta, solo dime. Podemos resolverlo.” Esa última frase fue la chispa que encendió la tormenta. Ángela se levantó de su silla, dando un paso hacia él, su furia ahora desatada por completo. “¿En serio, Cristian?” gritó. “¿De verdad crees que no sé lo que has estado haciendo? ¡Las fotos están por todas partes! ¡Todos lo saben! ¡Todos han visto cómo coqueteabas con Cazzu como si yo no existiera, como si nuestra relación no significara nada para ti!”

El rostro de Cristian perdió el color. Las fotos. Lo sabía. Intentó formular una respuesta, pero las palabras no salían de su boca. La culpa y la vergüenza lo paralizaban. Pero al mismo tiempo, una parte de él no quería admitir que había hecho algo mal. “No fue lo que parece,” dijo finalmente, aunque incluso para él, esas palabras sonaban vacías. “Fue solo una tontería, un malentendido.” Ángela soltó una carcajada amarga, incrédula ante la respuesta que acababa de escuchar. “¿Un malentendido?” exclamó. “¿De verdad esperas que me trague esa excusa barata? ¡No soy estúpida, Cristian! Puedo ver lo que está pasando. Has estado distante, frío, y ahora esto.”

Cristian trató de acercarse a ella, pero Ángela dio un paso hacia atrás, levantando la mano para detenerlo. “No te acerques,” dijo con voz firme. “No quiero verte más en esta casa. No después de lo que hiciste.” El impacto de sus palabras fue como un golpe en el estómago para Cristian. Nunca la había visto tan herida, tan decidida a apartarlo de su vida. Intentó hablar, pero ella lo interrumpió. “Te quiero fuera de aquí, ¡ahora!”

“Ángela, por favor,” intentó de nuevo. “Hablemos de esto. Sé que cometí un error, pero podemos arreglarlo.” “No hay nada que arreglar,” replicó ella, su voz temblando por la emoción. “Lo que has hecho no tiene arreglo. Ya no confío en ti, y sin confianza, no hay relación.” Cristian se quedó en silencio, sabiendo que no tenía más argumentos. Sabía que había cruzado una línea y que las consecuencias eran irreversibles. Lentamente dio un paso hacia la puerta, sus hombros hundidos por el peso de la culpa. Justo antes de salir, se detuvo y miró a Ángela una última vez. “Lo siento,” murmuró, pero ella no respondió. La puerta se cerró detrás de él y Ángela se quedó sola en la habitación, los latidos de su corazón resonando en sus oídos, mientras las lágrimas que había estado conteniendo finalmente comenzaron a rodar por sus mejillas. Se dejó caer en la cama, abrazándose a sí misma mientras el dolor la abrumaba.

Había pensado que su relación con Cristian era especial, que él nunca la traicionaría de esa manera. Pero se había equivocado. Al otro lado de la casa, Pepe Aguilar, el padre de Ángela, se encontraba sentado en su estudio. Había escuchado los gritos, el dolor en la voz de su hija, y sabía lo que estaba pasando. No necesitaba más detalles. Pepe había visto los mismos rumores, había visto las fotos, y aunque no quería entrometerse en la vida amorosa de Ángela, tampoco podía evitar sentir una profunda tristeza por ella. Siempre había sido protector con sus hijos, especialmente con Ángela, quien a pesar de su juventud ya se había ganado un lugar importante en la música mexicana. Verla sufrir de esa manera era un golpe duro para él. Sabía lo mucho que ella había confiado en Cristian, y ver cómo esa confianza había sido destruida lo hacía sentir impotente.

Durante días, Pepe había tratado de hablar con Ángela sobre lo que estaba ocurriendo. Sabía que ella lo estaba pasando mal, pero también sabía que su hija era fuerte. No obstante, en ese momento, su corazón de padre deseaba haber podido evitarle ese sufrimiento. Pepe suspiró, levantándose lentamente de su escritorio. Caminó hacia la sala de estar, donde la casa ahora parecía más silenciosa que nunca. Pensó en Cristian, en cómo había llegado a su familia, en cómo había logrado ganarse su confianza. Pero ahora, todo eso parecía una traición, no solo para Ángela, sino para todos ellos. Sin embargo, Pepe también entendía que la vida estaba llena de lecciones difíciles y que al final su hija saldría fortalecida de esto, aunque el camino fuera doloroso.

Cuando llegó a la sala, vio a Ángela sentada en el sofá, su rostro todavía húmedo por las lágrimas. Pepe se acercó, sentándose junto a ella en silencio. No necesitaban palabras en ese momento; simplemente se quedaron ahí, padre e hija, compartiendo el dolor de una traición que ninguno de los dos había visto venir. “Lo siento mucho, hija,” dijo finalmente Pepe, rompiendo el silencio. Ángela asintió, pero no pudo responder. Sabía que su padre estaba triste por ella, y eso solo hacía que el peso en su pecho se sintiera aún más aplastante. Se inclinó hacia él, apoyando la cabeza en su hombro, buscando consuelo en su presencia. Pepe la rodeó con su brazo, abrazándola con fuerza, como si quisiera protegerla de todo el dolor del mundo.

Pasaron los minutos y el llanto de Ángela fue menguando poco a poco. El agotamiento emocional la fue venciendo hasta que, sin darse cuenta, se quedó dormida en el hombro de su padre. Pepe la observó en silencio, sintiendo una mezcla de tristeza y alivio. Sabía que las heridas de su corazón tardarían en sanar, pero también sabía que su hija era fuerte y