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La cocina estaba fría, el aire pesado con el eco de la noche. Cristian se había desplomado en el suelo, rodeado por las sombras proyectadas por la tenue luz de la ciudad que se filtraba a través de las ventanas. El sonido del goteo del tequila derramado sobre el suelo era lo único que rompía el silencio, un recordatorio constante de su caída. Ángela lo miraba desde la puerta, su corazón dividido entre el amor y la desesperación. Había visto a Cristian en muchos estados: en conciertos ante miles de personas, en noches de confesiones íntimas, incluso en discusiones apasionadas. Pero esa versión de él, rota y vulnerable, le parecía la más dolorosa de todas.

Él levantó la cabeza lentamente, sus ojos enrojecidos y brillantes por el alcohol y las lágrimas, una sonrisa torcida y casi delirante pintada en su rostro. “Sabe… Angelita, estuve dando un paseo, un paseo muy, muy lejos… tan lejos que ya ni sé dónde estoy.” Su risa se convirtió en un llanto breve y seco, una mezcla confusa de emociones que lo hacía parecer aún más perdido. Ángela se acercó, su rostro marcado por la tristeza y la preocupación, pero se obligó a sonreír con una ternura que sólo alguien enamorado podría mostrar. “Está bien, Cristian, está bien. No pienses en eso ahora.”

El dolor de verlo así, tan quebrado, la quemaba por dentro, pero Ángela sabía que debía mantenerse fuerte. Lo acarició suavemente, sin querer perderse en sus propios sentimientos. “Ya basta de esto. Necesitas dormir, descansar… mañana hablaremos, arreglaremos lo que sea necesario.” Su voz tembló al decir estas palabras, pero lo dijo con firmeza, sabiendo que el día siguiente sería el principio de algo que ninguno de los dos podría seguir ignorando.

Cristian la miró, sus ojos oscilando entre la lucidez y la pérdida total. “No entiendes, Ángela,” murmuró con voz quebrada. “Te amo, siempre te he amado, pero… todo lo arruiné. Nosotros… tendríamos hijos, muchos hijos… una granja entera de niños corriendo y riendo.” Una risa rota y dolorosa salió de su boca, una risa que resonó en la cocina como un eco de un futuro que ya no existía. Ángela sintió un nudo en la garganta, pero no dejó que las lágrimas se desbordaran. Se acercó aún más, rodeándolo con sus brazos, tratando de darle algo de consuelo mientras él se desmoronaba en su abrazo.

“Shh, tranquilo, Cristian. Todo va a estar bien,” susurró, aunque no estaba segura de si creía en sus propias palabras. El silencio pesado de la casa, la angustia que colapsaba sobre sus hombros, todo parecía estar apretándola. Pero, al mismo tiempo, sentía que debía seguir adelante. Inti, su hija, era la razón por la que aún luchaba. Aunque la culpa de Cristian la desgarraba, no podía dejar que eso destruyera lo poco que quedaba de su vida.

Cuando finalmente logró ayudar a Cristian a levantarse, sus pasos vacilantes resonaron en las escaleras. Ángela lo ayudó a acostarse, lo arropó con cuidado y luego se quedó de pie, mirando su rostro relajado bajo la tenue luz de la lámpara. Pero sabía que la calma era solo aparente. La verdad que Cristian había comenzado a desvelar en su estado de embriaguez no podía ser ignorada. Esa noche no había sido el final, sino el principio de algo mucho más grande.

Mientras el primer rayo de sol comenzaba a asomar, Ángela se recostó al borde de la cama, su vista fija en el amanecer. Sabía que la batalla por la redención y el amor de Cristian apenas comenzaba. La pregunta de si podían superar todo esto flotaba en el aire como una nube densa de incertidumbre. Y, en medio de ese silencio pesado, un sonido irrumpió: el teléfono de Cristian, aún en la cocina, comenzó a sonar.

El eco del timbre se extendió por la casa, y Ángela, tensando los hombros, bajó rápidamente las escaleras. Tomó el teléfono antes de que Cristian pudiera despertar, su pulso acelerado. En la pantalla, un nombre le congeló el aliento: Alejandra de la Cruz. La sombra de esa mujer había estado rondando su relación desde los primeros rumores. Sabía quién era, sabía lo que significaba. La misma mujer a la que Cristian le había regalado su sombrero en aquel famoso concierto, la misma que había aparecido en las fotos que Ángela había visto con el corazón roto. Con manos temblorosas, dejó que la llamada se detuviera sin contestar.

El silencio que quedó era aún más ensordecedor. El rostro de Cristian apareció en su mente, entremezclado con las preguntas no respondidas y la creciente desconfianza. Mientras subía las escaleras, el corazón le latía con fuerza, el dolor y la angustia aplastándola. Pero había una determinación nueva dentro de ella, algo que no había sentido antes. No podía seguir adelante sin obtener respuestas, sin saber si todo lo que había sido hasta ahora había sido una mentira.

Cuando llegó a la habitación, Cristian comenzaba a despertar. Sus ojos entreabiertos y la frente arrugada por la incomodidad de la resaca. Al verla, su expresión cambió, y en sus ojos reflejaron vergüenza y arrepentimiento. “Buenos días,” murmuró, su voz ronca y cansada. Ángela lo miró, sabiendo que el momento que había estado temiendo finalmente había llegado.

“Cristian, tenemos que hablar,” dijo, con la voz cargada de una calma que ella misma no entendía. Él asintió lentamente, sabiendo que la verdad que tanto había temido estaba a punto de salir a la luz.

Mientras tanto, al otro lado de la ciudad, Kasu sostenía a su hija Inti en el regazo. La luz del amanecer comenzaba a llenar la habitación, envolviendo a madre e hija en una cálida serenidad. Pero en su corazón, Kasu sabía que las palabras de Cristian, aunque confusas por el alcohol, significaban que la tormenta aún no había terminado. Y mientras mecía a su hija, pensaba en lo que vendría después: las mentiras que todavía flotaban en el aire y las decisiones que tendría que tomar.

Todo estaba por cambiar, y Kasu no iba a permitir que nadie le arrebatara lo que más amaba: su hija y su futuro.